Duele el aire desde que no estás. La nostalgia de pasar debajo de tu ventana y no poder subir. La añoranza de tu pelo blanco y tu piel suave. Esa risa. Duele.
Pero es menos el dolor cuando una piensa en una abuela coraje, que a sus 93 años leía la prensa a diario y estaba más informada que nadie de lo que acontecía en el mundo. Era capaz de hablar del resultado deportivo de última hora, de la guerra de turno y de los últimos acontecimientos de la prensa rosa. Así, sin despeinarse.
Siempre pensé que era una auténtica progre, una adelantada a su tiempo. Nunca le escuché el más mínimo comentario o reproche típico, ni «los jóvenes ya no sois como éramos», ni «si va a tener un hijo por qué no se casa»… Un día le dije cómo la admiraba por haber sacado adelante a seis hijos con pocos recursos y mucho trabajo, mientras tiraba yo agotada el carro de dos. Su respuesta, lejos de ser «hoy en día os quejáis de todo», fue «ahora tenéis mucho mérito, trabajáis dentro y fuera de casa. Antes se criaban solos en la calle y entre las vecinas nos ayudábamos unas a otras». Sin lavadora, sin Doraemon, sin cookies de chocolate que lo curen todo…
Mujer de guerra y de posguerra. Con vida de libro que algún día habría que contar. Mujer de armas tomar y de una dulzura extraordinaria. Mujeres de las que ya no quedan y a la vez ha dejado tanto poso en todas las demás mujeres de la familia, hijas y nietas… que es como si cada una de nosotras se hubiera quedado con un pedacito de ella.
Se rompió la cadera de tanto bailarle a la vida.
Dos años no es nada o una vida sin ti…