Me miro en el espejo y por primera vez en mucho tiempo no veo marcadas ojeras. Las siestas patrocinadas por la buenabuela han hecho tanto bien como sus guisos a juzgar por lo que marca el peso de casa. Oh my good. Dicen que la felicidad engorda. Y mi bicicleta me hace ojitos desde hace días.
Los pequeños placeres de la vida son los que le dan sentido. Escuchar Amy Winehouse viendo la puesta del sol desde el coche camino al pueblo bonito. Y al instante ver salir del otro lado una luna llena roja y que la rubia mayor se emocione. Desayunar tostadas de pan de pueblo con revistas de moda fichando ropa bonita para ellas. Ver subir a la rubia pequeña a su olivo y contemplar un horizonte de bosques y buitres. Leer con gusto un buen libro. Pasear al lado del río, hacer un alto en el camino para escuchar el ruido de su caudal y acabar tirando piedras. Y volver, volver, volver (como reza la canción) con Neil Young y el sol bajo.
Y es que volver no cuesta tanto cuando se tiene un as en la manga. Nos espera un Berlín cultureta y díscolo. Un repaso de historia pero sobre todo un baño de presente, de realidad de una ciudad que ha sabido reinventarse y que, a juicio de muchos de los que me rodean, lo ha hecho realmente bien.
Ansiosa de callejear por Kreuzberg y Mitte, beber buena cerveza, perderme por mercadillos interminables, conocer los locales de moda de la ciudad y sus innumerables terrazas. Inevitable tener en la cabeza estos días el estribillo de esa canción de El Columpio Asesino.
Te voy a ver bailar toda la noche. Nos vamos a Berlín, no quiero reproches.