El otoño es como una obra de Francis Bacon. Lánguido, atormentado y estremecedor. Y aún y todo, bello. La paleta de colores ocres disfraza las hojas de los árboles y el cielo nos regala un arcoiris en tonos azulados y pastel… Pero inevitablemente las hojas se caen y los árboles se quedan desnudos, huérfanos. Ramas vacías en infinita soledad esperando una primavera que les devuelva la flor.
Y el mismo ejercicio año tras año. Quizás sea bueno que nosotros también nos despojemos de todo una vez al año para volver a florecer de nuevo. Renovarse o morir. Reinventarse. Quitarse las armaduras.
El laberinto de acero del Guggenheim nos recuerda todos los caminos que tenemos para elegir y lo valioso que es, de entre todos ellos, elegir uno. E ir a pecho descubierto a por él. La vida no vale la pena si se vive a medias, si se ama a medias. O todo o nada.
¨Madrid, deshabitado como mi colchón¨ me enseña patios infinitos y salas diáfanas donde aprender a volar. Matadero es abierto y luminoso. La Alhóndiga cerrada y oscura pero ambos espacios invitan a sorprenderse. Y su azotea, la de la Alhóndiga, en un domingo soleado de octubre cualquiera… El lugar para perderse entre buena conversación y vermouth.
En la Roma o en San Telmo, en Parla o en Malasaña se acuesta la misma historia, soñando con ser soñada…