Soy a todas luces una decoradora frustrada. Puedo pasarme horas viendo catálogos de muebles nórdicos, buscando láminas para decorar paredes, vistiendo a juego cojines, trapos de cocina y alfombras. Hoy, sin ir más lejos, he descubierto una empresa de Barcelona, The Font Hunter, que hace letras de madera con luces de neón, otra danesa que bucea entre el reciclaje, los productos orgánicos y el vintage más exquisito. Vinilos. Pizarras. Palets. Igual de feliz paseando entre el laberinto Ikea o entre el mundo y aparte de Valentina Shop.
Una se tatúa dos estrellas en el vientre porque no puede tatuarse más el alma de dos rubias que no callan, que no paran, que son traviesas por naturaleza y que me recuerdan a cada instante que sin ellas yo no sería ni la mitad de lo que soy. Una espabila a la fuerza al ver el alboroto en estado puro y a la vez, la delicadeza más extrema. Me preocuparé el día que no pongan mi vida patas arriba. No quiero silencio ni orden mientras ellas habiten mis días. Esa niñez, despreocupada y salvaje, en esencia es lo que da horizonte a mi vida.
Y el invierno pasa escuchando la vida canalla de un pirata al abordaje, paseando por la Alhóndiga bilbaína y soñando con tomar un vermouth en su azotea, cerrada hasta ver el sol entre el gris. Decía el gran Massimo Vignelli, «Se puede lograr la atemporalidad si se busca la esencia de las cosas y no la apariencia. La apariencia es transitoria, la apariencia es moda, la apariencia es tendencia, pero la esencia es atemporal». El maestro del diseño contemporáneo y el homenaje que le rinden estudios de diseño gráfico actuales en Oquendo hasta mediados de abril.
Apurando un domingo entre tiburones, «Nemo»s y estrellas de mar a lo «Patricio» de Bob Esponja. La ilusión en el rostro de una niña de cuatro años que zambulle sus brazos para tocar un pez por primera vez. Sí, después de media hora me la he tenido que llevar de allí en brazos y medio calada. Y acabar en el Mercadabadillo, el Mercadillo del Dabadaba, con un vestidazo de Purificación García bajo el brazo por un precio de risa.
Y en un domingo cualquiera, agotada de mil planes de niños (lo confieso) que te sorprendan dos locas bajitas con un baile improvisado después de cenar y que elijan de canción «Like a Rolling Stone» de Dylan… tiene su punto. No en vano dicen que es la mejor canción de la historia. Keep on rocking, babies.