Madres que no llegan a todo. Que trabajan dentro y fuera, desde el alba hasta el anochecer. Madres que cambiaron sus sueños por un mundo de desorden feliz, de caos ordenado, de cuentos que no acaban y lunas que observar. Madres que corren y pierden. El tren, el trabajo, los viajes… Y ganan más de lo que imaginaron nunca. Madres que «concilian», como si eso fuera posible, que sobreviven sin ayuda o con ella, que llevan adelante sus proyectos, que viajan siempre que pueden, que tienen más amigas que nunca, que se unen en la adversidad de una crianza que a veces, sólo a veces, esclaviza.
Madres que sueñan con una vida en equipo, donde todo se comparte y se reparte. Donde las responsabilidades y el compromiso se asumen con mayúsculas. Madres que ríen y que pintan sus canas. Madres con ojeras y con labios rojos. Madres que se preocupan y se ocupan, que se cuidan, que se miman. Madres que no dejan ni por asomo de ser lo que fueron. Mujeres que suman a su vida la increíble experiencia de la maternidad. Madres que respetan a otras mujeres que no desean ser madres, que no juzgan, que no señalan.
Madres que no tienen tiempo de pintarse las uñas. Que caen rendidas sin pasar por el sofá y que duermen con un ojo abierto controlando a la tropa. Madres que curan catarros con besos. Madres que ya nunca volvieron a dormir como antes. Madres que sueñan con una ducha tranquila, con cinco minutos para ellas, con poder terminar de leer ese libro, con desayunar solas. Madres que se tiran al suelo a jugar. Que se quedan dormidas leyendo cuentos. Que vuelven a ser niñas…
No sé qué sería de mí sin ellas… sólo sé que antes no era ni la mitad de lo que soy. Y se lo debo a ellas. A las rubias, que cada día me ponen a prueba y me hacen superarme a mí misma. Nunca imaginé que ser madre fuera tan cansado ni que aún estando tan cansada fuera feliz.