Este verano es y será el verano en el que mi rubia aprendió a nadar. La primera vez (casi) siempre es especial. El primer paso. Aprender a andar en bicicleta. Y nadar. Tres grandes hitos en su corta existencia. Y todo lo hará mejor que yo, por suerte…
El caso es que, a la vez que ella era perfectamente capaz de llegar a la escalera de la piscina sin ayuda, al lado unos padres intentaban enseñar a nadar y ayudar a una joya de niña bastante mayor que la mía y con serios problemas de movilidad. Paradojas de esta vida perra. No sólo me emocioné de ver nadar a mi pequeña. Me emocioné de ver el sufrimiento en los ojos de otros. Y la perseverancia. Y el tesón. Y la lucha.
Se acabó. El veranaco 2014 ha pegado el portazo a lo grande. Añoranza de los mojitos del Mediterráneo y de las calles lisboetas. Ahora, en la habitual desorientación post-verano (“Se me ha olvidado el lugar de donde vengo… y puede que no exista el sitio a dónde voy…”), con pereza de otoño pero con ganas de ver un espectáculo como pocos, el cambio de color de las hojas de los árboles antes de la caída. No me he vuelto loca todavía, no… Es algo que he visto hacer a mi hermano año tras año… Fascinarse y perderse por algún pueblo del Baztán a ver la caída y a recoger castañas.
Me imagino con polvo en los tacones, por un pueblo perdido de la “Ruta 66”, al volante de un coche alargado y desgastado y escuchando a Jonny Cash. El verano de otros se convierte en la ilusión de una próxima estación. ¡Viaja!. Ése es uno de los consejos que siempre daré a mis rubias. No sé si está en esta lista que leí el otro día pero en la mía sí. “One day, baby”, como reza Asaf Avidan en una pedazo canción que escuché hace ahora un año no muy lejos de aquí…